miércoles, 31 de julio de 2013

Lucía

No tengo televisor. Pero cada vez soy más adicto a consultar noticias en la red. Creo que sentarme a ver un telediario de esos de 40 minutos donde se repite por duplicado lo que el político de turno luego dirá con las mismas palabras... me desesperaría. Hay quien dice que en eso nos está convirtiendo internet, en impacientes que sólo buscan noticias en listas de titulares sin entrar a profundizar. Es posible. 

¿A qué venía todo esto? Ah, sí... ya recuerdo. Ayer leí en algún periódico digital que Lucía Etxebarría era expulsada (o se iba) del reality de turno de telecinco. La noticia me pintó una mueca en la cara. No, no es que fuera mi concursante favorita ni hubiera enviado decenas de sms a dos euros el micro-timo. No se trata de eso. Era más bien esa mueca que te deja el saber que un antiguo conocido ha descarrilado a la mala vida. Y no es que yo me haya tomado muchas copas con Lucía, simplemente he leído algunos de sus libros. Y alguno me pareció realmente bueno. Eso son muchas horas de conversación. 

Ya llegó a mis oídos sin poderlo creer del todo que el año pasado la entrevistaron en otro programa telebasura de telecinco donde largó sus problemas privados, inseguridades personales, amores y desamores... a la pantalla, público y preparados colaboradores del programa. Al puro estilo tonadillera venida a menos, o guapo/guapa de discoteca que necesita fama rápida y barata.

En fin... qué decir. Al parecer la escritora, según leí, está en crisis psicológica aguda. Tocando fondo. Llorando y largando en programas de gallinero. Tras salir del reality tuvo que comparecer en Sálvame Deluxe por obligaciones contractuales (lo más hondo de la ciénaga). Me pregunto si a estas alturas no tiene algún amigo que le diga que no es ese el camino, igual que ahogar depresiones en alcohol no lleva a ningún sitio.

Por otro lado, también he leído que se trata de una cuestión económica, deudas con hacienda que hay que saldar. Según Lucía, en una semana en el reality le han pagado más que por su último libro en el que había invertido un año y medio de trabajo. Lo cual, sin dejar de ser triste, no es sorprendente. Menos en España y su afición a la literatura.

Sea por una cosa, sea por la otra, a mí me dejó la mueca de quien da algo por perdido. Yo perdí una escritora, ella perdió un lector. Como cantaba Sabina ...cómo te has dejado llevar a un callejón sin salida...

domingo, 28 de julio de 2013

Los deseos de Budha

No hace mucho, tuve ocasión de conocer a Budha a través de la magia de la palabra escrita. Desde entonces, de vez en cuando, aparecen frente a mí su voz y sus nobles verdades.

Mis digestiones de alcohol ya no son iguales cuando me pierdo en deseos insatisfechos, con mirada extraviada, en barras de bares no menos encontrados. Bajo la cabeza leyendo destinos en el fondo del vaso. Luego miro a mi derecha... y allí está. Me encuentro al viejo Siddharta tomándose una cerveza a mi lado con media sonrisa en los labios. Con esa expresión de quien sabe lo que estás pensando, y además sabe que tú sabes que él lo sabe.

Cuando camino por la playa buscando en el horizonte dónde se juntan los azules, mientras las olas chapotean en mis tobillos y hago recuento del pasado, de lo logrado, de lo perdido, del tiempo que corre, de lo efímero y lo eterno... tras algunos pasos más encuentro otra vez al viejo allí sentado en la arena, pescando pacientemente. Su mirada fija en la bolla, y su media sonrisa de nuevo a mí dedicada. Otra vez la misma expresión.

Y es que Budha lo dijo alto hace miles de años. Todo lo que pueda hacerte feliz es transitorio. Nada dura. Nada perdura. Todo se gasta, se esfuma. Acaba. No porque se rompa, o cambie, o lo maltrates. Simplemente, un día, como todas las velas, se apaga. Sin avisar. La frustración de nuestra vida es causa del deseo que la mueve. El fin de la causa pone fin al efecto. Dejar de desear es dejar de alimentar al monstruo. Budha no enciende velas.

No, no me he hecho budista. Ya decía Ortega que todos los -ismos son igual de malos. Ni siquiera quiero hacer proclama del budismo. Ni tengo intención de irme de asceta al desierto. Sólo digo que el gordo aparece junto a mí de vez en cuando, a sonreírme de esa manera suya... Como queriéndome convencer de algo.

miércoles, 17 de julio de 2013

Galápagos

(Demasiado tiempo ya, tal vez, sin pasar por aquí. El volver implica con qué volver. Lo mejor de una elección es robarle su importancia para que así fluya)

Siempre que regreso de algún viaje, mis conocidos me preguntan qué tal, cómo fue. Yo no sé qué contestar. Nunca sé responder a esa pregunta, ni en referencia a un viaje, ni a un libro, ni a mí. Pareciera que esas palabras bloquearan mi elocuencia. No quiero imaginar un examen con sólo esa cuestión. Examen oral, claro, porque escrito... escrito es otra cosa. El negro sobre blanco permite moldear hasta ver el significado de un auténtico qué tal. No de esos que se intercambian a modo de saludo. (Triste lo que hacemos con el lenguaje hablado los humanos. Ya imposible preguntar a otro cómo está realmente sin caer en lo manoseado).

Hagamos un esfuerzo: Qué tal mi viaje a las Islas Galápagos. 

Respuesta:
Creo que a mi edad puedo considerar que he viajado bastante. Más que la media. Y mirando atrás veo que lo que se recuerda de un lugar no es tanto el lugar en sí como lo que allí has vivido, sentido, pensado o soñado. La magia de protegerte del sol a la sombra de la Pirámide de Keops, por ejemplo, no está en la belleza de su estructura, sino en lo que ocurre dentro de ti cuando estás frente a ella. Y esto ninguna Lonely Planet lo puede escribir. Por eso creo que viajar es difícil de contar. Es algo demasiado subjetivo.

Cuando por la ventanilla del avión vi recortadas las islas en el Pacífico, cuando puse pie en tierra con un viento azotador, me daba igual lo que allí hubiera. Ya estaba sintiendo que pisaba un lugar marcado con una equis. Escribí: "Donde dios perdió su lápiz de ingeniero, y Darwin halló la respuesta, la luz."

Cuando ves caminar a una tortuga de 200 kilos que te dobla o triplica la edad, imaginas que un viejo roble sacara sus raíces de tierra para dar un paseo por el bosque. Cuando la recuerdas como especie protegida, una vez más te sientes sucio como humano despreciable que tiene la osadía de matar por matar.

Cuando desde la cubierta de un barco balanceado por el Pacífico consigues ver a un mismo tiempo la Cruz del sur y la Osa Mayor en el firmamento, vuelves a saberte nada en el mundo. 

Cuando atraviesas en autobús una isla salteada de humildes haciendas entre frondosa vegetación, sólo se te ocurre pensar en lo incomprensible de todo. Y vuelves a sentirte muy solo dentro de una duda que ni llegas a formular, sin alguien con quien hacerlo.

Cuando paseas por una playa virgen de arena blanca procurando no tropezar con los lobos marinos que duermen más lejos de la palabra estrés de lo que tú estarás nunca (a pesar del tiburón que ves merodear a pocos metros de la orilla y ellos parecen ignorar), despierta en ti un animal que te pregunta qué has hecho con tu vida.

¿Responde esto a un qué tal?