Moran en la urbe como compañeros cotidianos del día a día. La gente se cruza con ellos y ya ni les observa. Han dejado de ser curiosidad, novedad o asunto que comentar. Cada mañana de camino a trabajos, escuelas u oficinas están ahí. De ambas profesiones: los recicladores y los vendedores de pañuelos.
Los primeros hacen su ruta como autobús de línea, pero cambiando las marquesinas de las paradas por contenedores llenos. Uno a uno los van revisando. Buscan chatarra, metal, papel también. Desconozco si tienen repartidas las diferentes calles, si se pondrán de acuerdo, si existirá un planning, un mapa de rutas. Puede que no, que vayan a caza solitaria, estudiando cada uno lo mejor que puede los hábitos basureros de la clase media española. Sus herramientas suelen ser un largo palo para escudriñar los desperdicios, y un medio para transportar las presas halladas. Y en esto llegan a construir sorprendentes móviles. Híbridos de bicicletas con carritos Carrefour. Tras la recolecta, la compra de artículos sin pasar por hipermercados, todos se dirigen a alguna nave de polígono. Allí buscan la chatarrera donde le comprarán lo encontrado, dependiendo de la calidad, de la suerte del día.
Sería interesante explotar los datos de estudio que pueden tener: lo que arroja el pueblo a la basura según el nivel económico del barrio, la época del año, las crisis, etc.
Siempre pensé que algo no funciona muy bien cuando hay personas que pueden vivir de lo que otras tiran a la basura.
Los vendedores de pañuelos, los secadores de lágrimas, los regaladores de sonrisas blancas. Ellos no hacen rutas, tienen un lugar estático donde cumplen su jornada. También cabe preguntarse si disponen de un cuadrante para cubrir todos los semáforos de la ciudad, o si luchan por el territorio, pretendiendo apoderarse cada uno de las mejores intersecciones. Los envidiaré siempre por su atractivo caminar, da igual lo que vistan, ya sea un chaleco fluorescente o un jersey de lana en pleno agosto. Se acercan a una ventanilla y sonríen. Sólo quieren saludar. La cara de asco del conductor que ni le devuelve la mirada no les hace perder ese andar rítmico. Por un euro a la semana puedes trabar amistad con alguno de ellos, porque él te llamará amigo, te preguntará cómo estás, se preocupará por tu familia, y te deseará suerte. Te sonreirá sinceramente, y te ofrecerá la mano. Incluso aquellos días en los que no tienes monedas que darle.
Sería interesante explotar los datos de estudio que pueden tener: la simpatía, la tristeza o la limosna recaudada en función de la hora del día, del clima, de la marca de coche, etc.
Últimamente pienso que hay días en los que en uno de esos semáforos se te ofrece más humanidad y afecto que en muchos otros sitios.
domingo, 31 de marzo de 2013
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