Llegaba del centro comercial con bolsas para atiborrar mi hambrienta nevera. Un fin de semana de soledad maltrecha siempre acaba con las reservas de chocolate y drogas de corte legal. Mi madre dice que sólo compro golosinas. Y una amiga, que a los niños les encantaría venir a comer a mi casa porque sólo hay comida para ellos. En fin...
Llegaba del centro comercial con bolsas para atiborrar mi hambrienta nevera. Abrí el portal. Caminaba rápido porque las bolsas pesaban. En el paso, aunque ligero, ya me fijé en él. Ya dejó escapar un lamento desde su primer rincón. Lo escuché, pero no me detuve. Subí a casa y dejé las bolsas. Toqué el timbre de la vecina, no recordaba cuántos vivían con ella. Quizá el que esperaba asustado abajo fuera uno de ellos, quizá hubiera huido en un arrebato de locura. Me abrió con amabilidad y me dijo que no, que no era suyo. Sólo una habitaba en su hogar y, ahora, precisamente, estaba comiendo. Nos paramos a hablar sobre de dónde podría haber salido. Supusimos que sería callejero, sin hogar. Tal vez entrara sin querer y ahora no hallaba el modo de salir. Algo común entre los muros humanos, incluso para los humanos. De acuerdo. Bajaré a abrirle. Gracias.
Y bajé. Ya no estaba en su primer rincón. Se había mudado a un segundo, más confortable, pues le sostenía un felpudo antes del frío suelo. Me acerqué. Estaba como dormido, pero no era dormido. Algo le ocurría. Tenía un maullido amargo, de lamento, de desesperanza, tal vez de dolor. No me miraba, no habría los ojos. Era negro y blanco. Estaba acurrucado, con las patas delanteras guardadas hacia adentro. Como queriéndose abrazar a sí mismo. Me agaché y le acaricié la cabeza con los dedos. Ronroneó y volvió a maullar quejosamente. Le acaricié de nuevo y me miró de un modo fugaz. Tenía ojos azules, muy azules. Y el hocico algo manchado. Me puse otra vez en pie a su lado, mirándolo hacia abajo.
Le dije: Qué quieres de mí. No puedo darte el cariño que buscas. Yo soy otro gato en mi rincón. Tal vez no tenga hambre, ni heridas que lamer, ni frío que tapar sólo con un felpudo. Pero sí tengo desesperanza que maullar.
Medité. Son muchos los gatos callejeros. No puedes vivir con todos si ni siquiera quieres vivir con uno. No puedes bajarle comida a la puerta del Bajo C porque el señor que ahí vive lamentará que haya leche en su alfombra de bienvenida. Así que... Te quedarás esta noche aquí. En tu rincón. Sin frío. Mañana será otro día. No maúlles más, por favor, que me agrietas el corazón. Los androides gastamos uno muy frágil.
Subí. Me dio miedo de mi repugnante especie. Pensé en todos los vecinos que aún quedaban por llegar a sus casas. Qué porcentaje de humanos son crueles con los animales. Qué porcentaje le daría de comer. Al llegar a casa y abrir la puerta busqué compañía a quien contarle. Alguien emocional de verdad, no un maldito androide agrietado. Alguien que no pensara, que corriera a darle de comer, o que lo trajera a casa, o que lo cogiera al menos unos minutos. Pero no hubo quién. Así que pasaron algunas horas. Escribí esto. Y tuve que volver.
De nuevo bajé. Ahora dormía sin queja, hecho un ovillo sobre su felpudo. Lo dejé allí y regresé para contarlo. Quién sabe. A lo mejor vive con el señor del Bajo C. A lo mejor ahora sueña con latas de atún. O con los cojines mullidos del sofá de un viejecillo que le sepa acariciar. Quién sabe.
lunes, 10 de diciembre de 2012
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Una sensación parecida tuve hace unos días cuando fui al cajero automático y vi a un mendigo tendido sobre un cartón, vuelto de espaldas de medio lado, dentro del habitáculo que hay en la entrada del banco. Se refugiaba del intenso frío que hace estos días. No sólo los animales buscan cobijo, y no sólo ellos despiertan en nosotros el instinto de protección.
ResponderEliminarDios...
ResponderEliminar¿quién sería?
Ojalá me hubieras llamado...