Hace algunos años la navidad me provocaba melancolía por despertar el recuerdo de tiempos pasados... y del paso del tiempo. Hoy no me provoca nada. Sólo veo algo absurdo, sin sentido, como un teatro que nadie pudiera creer. No seré cruel, no voy a embarrarme con la nochebuena y su niño Jesús. Me quedaré sólo con la noche de hoy, el fin de año. Qué es: una casilla en nuestro almanaque, el que elegimos en occidente para ponernos de acuerdo, para poder planificar nuestras agendas y contar nuestras edades. Ponerles número a nuestras guerras y tamaño a nuestros viajes. Sólo es eso, una casilla, una fecha más.
Hoy me gustaría estar en la selva, o en alta mar, o en otra cultura que
no cuente de doce en doce. Para la naturaleza y el hombre a ella aún
apegado, hoy es una noche cualquiera. No sé. Quizá esté cansado de tantas cosas
como inventamos. O cansado de que las cosas que inventamos sólo tengan
repercusión cuando generan consumo. O quizá todo esto sea
simple autodefensa inconsciente para evitar mi melancolía.
¿Sería el humano capaz de no tener un calendario cíclico? Tendría que prescindir de los borrones y cuenta nueva. De poder hacer propósitos de cambio o mejora apoyados en algo más que su simple intención. Tendría que dejar de creer que la vida es una carrera por etapas.
Creo que no llegamos a comprender ciertamente hasta que punto el medir el tiempo nos ha afectado al modo en el que vivimos y entendemos la vida. Con el reloj y el calendario creíamos tener una herramienta bajo nuestro dominio. Pero igual se nos ha escapado de las manos su control, y hemos olvidado lo que es comer cuando tenemos hambre, dormir cuando tenemos sueño, levantarnos cuando despertamos, morir cuando nos sentimos viejos, tener hijos cuando lo deseamos... y, cómo no, hacer balance de situación con propósito de nueva etapa incluido, cuando la mente ofuscada lo necesite, no cuando las uvas lo ordenen.
Suerte en vuestra nueva etapa, esa que llaman 2013...
lunes, 31 de diciembre de 2012
lunes, 17 de diciembre de 2012
Cuestión de risa
Publicado por
nietzsche
a las
21:35
La he leído en una web donde un periodista la ha utilizado como punto de partida para una entrada de su blog. Me ha fascinado semejante historia. Por eso le copiaré la idea.
Fue en Tanzania, en 1962. Epidemia de risa. Tres niñas comenzaron a reírse en un colegio y unas semanas después la escuela tuvo que cerrar porque nadie podía parar. La cosa empeoró tanto que llegó a afectar a pueblos enteros y varios colegios más. Unas 1000 personas se vieron afectadas con graves ataques de risa acompañados de llanto.
¿Saben de ese juego en el que dos personas se sientan una frente a la otra y se miran fijamente muy serias hasta que la primera de ellas se ríe y pierde? Aún no he conocido quien me gane, aunque supongo que tarde o temprano perderé (o eso espero).
Últimamente estoy más convencido de aquello que decía Hannah Arendt sobre la felicidad del Homo sapiens: sólo es posible con un ciclo eterno de agotamiento y regeneración de la vida; de dolor y de librarse de él; de apetitos y su complacencia. Sí. Creo que el estar feliz es el nombre que le damos a algo completamente animal: el placer de la necesidad satisfecha. ¿Qué hacemos cuando logramos tener comida, abrigo y cama cubiertas con nómina mensual? Inventarnos nuevas necesidades que satisfacer.
Mas no piensen que toda nuestra vida se apoya en apetitos inventados. La necesidad de escapar de la soledad, genética 100%, nos sigue ocupando la mayor parte de nuestro tiempo. Y si además le unimos, como venimos haciendo, la necesidad de sexo, más entretenimiento aún. Ya tenemos en qué gastar nuestros días. Esto lo espolvoreamos con decenas de metas que siempre quisimos conquistar, lugares que visitar, coches que comprar y mil cosas más que nuestra cultura y sus publicistas nos irán colocando en un largo camino de tareas que cumplir. Resultado: el viaje a la felicidad. La meta más importante por ser la más animal que nos queda tras haber comido: el amor, antisoledad + sexo garantizado, dos en uno.
Me imagino a niñas riendo sin parar en Tanzania... Dejemos de comprar libros de autoayuda. Simplemente es eso: reír. Y si esto es difícil lejos de África, porque lo es, prueben a comer chocolate. A despertar abrazados a alguien. A un orgasmo. A comprar aquello para lo que ahorraste. A subir el escalón para el que te educaron, o te educaste. A torcerte un tobillo y esperar un mes para volver a andar. A soñar con perderte en Manhattan hasta que consigas allí un trabajo. A darle a nuestros genes el gusto de que se reproduzcan en un hijo. Etcétera. Sólo es eso: Reír o sus derivados. ¿Te sientes infeliz a pesar de tener la pareja y el trabajo que soñaste? Déjalos, la vida volverá a tener sentido.
Pero aún queda algo más. Nuestra autoconsciencia nos permite escapar del deseo impuesto por la doble hélice de satisfacer nuestras necesidades. Podemos elegir no tener que ser felices siempre. Podemos elegir no reírnos, y así ganar en el juego de las miradas. Pero... ¿para qué? Aún no lo tengo claro...
lunes, 10 de diciembre de 2012
Sobre el felpudo
Publicado por
nietzsche
a las
22:23
Llegaba del centro comercial con bolsas para atiborrar mi hambrienta nevera. Un fin de semana de soledad maltrecha siempre acaba con las reservas de chocolate y drogas de corte legal. Mi madre dice que sólo compro golosinas. Y una amiga, que a los niños les encantaría venir a comer a mi casa porque sólo hay comida para ellos. En fin...
Llegaba del centro comercial con bolsas para atiborrar mi hambrienta nevera. Abrí el portal. Caminaba rápido porque las bolsas pesaban. En el paso, aunque ligero, ya me fijé en él. Ya dejó escapar un lamento desde su primer rincón. Lo escuché, pero no me detuve. Subí a casa y dejé las bolsas. Toqué el timbre de la vecina, no recordaba cuántos vivían con ella. Quizá el que esperaba asustado abajo fuera uno de ellos, quizá hubiera huido en un arrebato de locura. Me abrió con amabilidad y me dijo que no, que no era suyo. Sólo una habitaba en su hogar y, ahora, precisamente, estaba comiendo. Nos paramos a hablar sobre de dónde podría haber salido. Supusimos que sería callejero, sin hogar. Tal vez entrara sin querer y ahora no hallaba el modo de salir. Algo común entre los muros humanos, incluso para los humanos. De acuerdo. Bajaré a abrirle. Gracias.
Y bajé. Ya no estaba en su primer rincón. Se había mudado a un segundo, más confortable, pues le sostenía un felpudo antes del frío suelo. Me acerqué. Estaba como dormido, pero no era dormido. Algo le ocurría. Tenía un maullido amargo, de lamento, de desesperanza, tal vez de dolor. No me miraba, no habría los ojos. Era negro y blanco. Estaba acurrucado, con las patas delanteras guardadas hacia adentro. Como queriéndose abrazar a sí mismo. Me agaché y le acaricié la cabeza con los dedos. Ronroneó y volvió a maullar quejosamente. Le acaricié de nuevo y me miró de un modo fugaz. Tenía ojos azules, muy azules. Y el hocico algo manchado. Me puse otra vez en pie a su lado, mirándolo hacia abajo.
Le dije: Qué quieres de mí. No puedo darte el cariño que buscas. Yo soy otro gato en mi rincón. Tal vez no tenga hambre, ni heridas que lamer, ni frío que tapar sólo con un felpudo. Pero sí tengo desesperanza que maullar.
Medité. Son muchos los gatos callejeros. No puedes vivir con todos si ni siquiera quieres vivir con uno. No puedes bajarle comida a la puerta del Bajo C porque el señor que ahí vive lamentará que haya leche en su alfombra de bienvenida. Así que... Te quedarás esta noche aquí. En tu rincón. Sin frío. Mañana será otro día. No maúlles más, por favor, que me agrietas el corazón. Los androides gastamos uno muy frágil.
Subí. Me dio miedo de mi repugnante especie. Pensé en todos los vecinos que aún quedaban por llegar a sus casas. Qué porcentaje de humanos son crueles con los animales. Qué porcentaje le daría de comer. Al llegar a casa y abrir la puerta busqué compañía a quien contarle. Alguien emocional de verdad, no un maldito androide agrietado. Alguien que no pensara, que corriera a darle de comer, o que lo trajera a casa, o que lo cogiera al menos unos minutos. Pero no hubo quién. Así que pasaron algunas horas. Escribí esto. Y tuve que volver.
De nuevo bajé. Ahora dormía sin queja, hecho un ovillo sobre su felpudo. Lo dejé allí y regresé para contarlo. Quién sabe. A lo mejor vive con el señor del Bajo C. A lo mejor ahora sueña con latas de atún. O con los cojines mullidos del sofá de un viejecillo que le sepa acariciar. Quién sabe.
Llegaba del centro comercial con bolsas para atiborrar mi hambrienta nevera. Abrí el portal. Caminaba rápido porque las bolsas pesaban. En el paso, aunque ligero, ya me fijé en él. Ya dejó escapar un lamento desde su primer rincón. Lo escuché, pero no me detuve. Subí a casa y dejé las bolsas. Toqué el timbre de la vecina, no recordaba cuántos vivían con ella. Quizá el que esperaba asustado abajo fuera uno de ellos, quizá hubiera huido en un arrebato de locura. Me abrió con amabilidad y me dijo que no, que no era suyo. Sólo una habitaba en su hogar y, ahora, precisamente, estaba comiendo. Nos paramos a hablar sobre de dónde podría haber salido. Supusimos que sería callejero, sin hogar. Tal vez entrara sin querer y ahora no hallaba el modo de salir. Algo común entre los muros humanos, incluso para los humanos. De acuerdo. Bajaré a abrirle. Gracias.
Y bajé. Ya no estaba en su primer rincón. Se había mudado a un segundo, más confortable, pues le sostenía un felpudo antes del frío suelo. Me acerqué. Estaba como dormido, pero no era dormido. Algo le ocurría. Tenía un maullido amargo, de lamento, de desesperanza, tal vez de dolor. No me miraba, no habría los ojos. Era negro y blanco. Estaba acurrucado, con las patas delanteras guardadas hacia adentro. Como queriéndose abrazar a sí mismo. Me agaché y le acaricié la cabeza con los dedos. Ronroneó y volvió a maullar quejosamente. Le acaricié de nuevo y me miró de un modo fugaz. Tenía ojos azules, muy azules. Y el hocico algo manchado. Me puse otra vez en pie a su lado, mirándolo hacia abajo.
Le dije: Qué quieres de mí. No puedo darte el cariño que buscas. Yo soy otro gato en mi rincón. Tal vez no tenga hambre, ni heridas que lamer, ni frío que tapar sólo con un felpudo. Pero sí tengo desesperanza que maullar.
Medité. Son muchos los gatos callejeros. No puedes vivir con todos si ni siquiera quieres vivir con uno. No puedes bajarle comida a la puerta del Bajo C porque el señor que ahí vive lamentará que haya leche en su alfombra de bienvenida. Así que... Te quedarás esta noche aquí. En tu rincón. Sin frío. Mañana será otro día. No maúlles más, por favor, que me agrietas el corazón. Los androides gastamos uno muy frágil.
Subí. Me dio miedo de mi repugnante especie. Pensé en todos los vecinos que aún quedaban por llegar a sus casas. Qué porcentaje de humanos son crueles con los animales. Qué porcentaje le daría de comer. Al llegar a casa y abrir la puerta busqué compañía a quien contarle. Alguien emocional de verdad, no un maldito androide agrietado. Alguien que no pensara, que corriera a darle de comer, o que lo trajera a casa, o que lo cogiera al menos unos minutos. Pero no hubo quién. Así que pasaron algunas horas. Escribí esto. Y tuve que volver.
De nuevo bajé. Ahora dormía sin queja, hecho un ovillo sobre su felpudo. Lo dejé allí y regresé para contarlo. Quién sabe. A lo mejor vive con el señor del Bajo C. A lo mejor ahora sueña con latas de atún. O con los cojines mullidos del sofá de un viejecillo que le sepa acariciar. Quién sabe.
miércoles, 5 de diciembre de 2012
Salidas
Publicado por
FOLIE
a las
17:02
Atrapadas entre el erotismo y la pornografía
entre la libertad individual y la presión social
entre ser puta o vestir santos
entre la pureza de la virginidad y el lastre de la misma
entre las que se dejan seducir y las que quieren tomar decisiones
entre el maquillaje, el láser, la silicona... y el cuerpo, sencillamente el cuerpo
entre la soledad y el maltratador
entre la fibromialgia y la destroza-hogares
entre la egoísta y la eterna cuidadora
entre la pintora y la modelo desnuda
entre la que se atreve a gritar y la que sigue llorando
entre los hijos en el vientre y los dedos que acusan y preguntan
entre la sumisa y la loca
entre la heroína y los tranquilizantes
entre la inmadurez y la hiperresponsabilidad
entre los celos y la manía persecutoria
entre hombres y entre enemigas
entre las reivindicaciones feministas y la publicidad hasta en la sopa
entre el cuarto propio y la realidad del cuarto compartido.
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