Has dormido mal, incómodo, con dolor que no se calma con un cambio de postura, como el del cólico nefrítico. Has dormido entre tus propios algodones, buscando la calma y el calor del interior de tu cascarón. Ese del que prometes no volver a salir. Te acurrucas en el rincón, esperando que la cáscara se recomponga, que vuelva a crecer, y a tapar el viento que entra y te hiela por dentro.
Despiertas (si es que alguna vez llegaste a dormir en esas horas). Y te enfundas el traje de autómata, de androide programado para cumplir con sus compromisos sociales, laborales, protocolarios. Pero los músculos de tu cara parecen no haber despertado, nada sería capaz de arrancarte una sonrisa. Parpadeas y caminas con sigilo por los pasillos de la oficina, sin ganas, hastiado. Miras con desprecio a los coches que te acompañan en la carretera, que descubres como el invento más feo del hombre.
Te alimentas de chocolate. Escuchas música que desgarre, no que cure. Te remueves en la vida como apaleado y en el suelo. Como si los golpes ya no dolieran. Piensas que algo falla, y que tú no eres de aquí, sino de otro sitio, real o ficticio. A tu alrededor todo causa indiferencia. Ensimismado en la nada. Da igual lo que ocurra, eres incapaz de mostrar sorpresa.
Vuelves a casa y un sofá o una cama te esperan. Te ofrecen un cojín o una almohada en la que hundirte. Estas cansado, y lo agradeces. Sabes que tienes una herida. Te tocas y rebuscas en la piel, pero no hallas nada. Es herida de las que no se lamen. De esas que cambian el color de los días, independientemente de nubes o soles, los vuelven grises como el asfalto, el cielo lluvioso, o el pegamento de trocitos de cáscara.
Días grises en los que nada tiene color ni luz.
miércoles, 3 de octubre de 2012
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No hay diablo que se lleve con tu alma la melancolía...
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