He brindado con una Imperial sentado en el tronco de un
árbol mientras miraba las estrellas, escuchaba las olas y sentía acercarse la oscura
marea del Pacífico.
Disfruté de comer piña, banano, guayaba, sandía… y de beber sus
jugos mezclados.
La primera noche me despertó el estruendo aterrador de diluvio torrencial en Tortuguero, que resultó ser la simple y rutinaria lluvia nocturna.
Descubrí que el mar Caribe no sólo son aguas turquesas,
también es iracundo y violento, completamente salvaje.
Me acostumbré a dormir sin ventanas, con mosquiteras, con
lagartijas y con el ruido de la jungla y el océano.
En Cahuita y Puerto Viejo aprendí nuevas formas de ser
feliz.
Contemplé bellos atardeceres sobre el Pacífico cuando la
playa parecía detenerse al esconder el horizonte los últimos rayos de sol.
Un hombre que cuidaba monos me enseñó que aún podemos
caminar descalzos por la selva mientras buscábamos el rastro de un puma.
Comí termitas con sabor a menta, me cagó un mono araña
encima y me enterneció un bebé capuchino en el bosque primario de Corcovado.
Creí estar soñando cuando me adentré en los senderos del
bosque nuboso de Monteverde envuelto en una neblina onírica.
Sentí estar más
rodeado de vida que nunca. Sentí que el pies descalzos que habita en mí ancestralmente
quería revivir.
No quise volverme… pero volví.
Esta mañana pensaba, mientras el autobús me llevaba al trabajo, las ganas que tengo de pisar descalza la hierba tan verde que hay en un parque por el que en ese momento pasaba, un lugar en el que jugaba de niña y también mis hijos cuando eran pequeños. Pero enseguida deseché la idea convencida de que a lo mejor habría jeringuillas. La gran ciudad nos impide vivir libremente, sin cortapisas. Un fastidio.
ResponderEliminarUn abrazo.