Siempre me llamó la atención el reino del sueño. Cuando era muy pequeño, mi dormitorio tenía un comunicador para llamar a mi madre y aliviar los miedos nocturnos que el tránsito hacia esa otra dimensión me provocaba. Una luz encendida o la compañía de un poderoso adulto eran mi seguro de viaje.
Me recuerdo una noche pensando en lo absurdo del miedo, en que nadie podía haber bajo mi cama. Y aunque estuviera allí, yo no podía pasar una vida entera sin dormir. Desde entonces, casi siempre mis sueños están apartados del temor a cerrar los ojos. No obstante, sigo arrastrando una dificultad por dejarme caer en los párpados cerrados. Soy humano inquieto, temeroso de apagarse por si el encendido pudiera fallar luego. Quizá por eso sufro a veces la parálisis del sueño, la incapacidad de mover mi cuerpo que ya se ha dormido, mientras que la mente, yo, sigo despierto. Un tanto angustioso, pero toda una experiencia cuando eres visitante asiduo de este nivel intermedio, el entreacto entre vigilia y sueño, como ascensor parado entre dos plantas.
Pero en general las pesadillas ya no son mi compañía nocturna. Mi espíritu divaga con experiencias más placenteras. Soy habitual de sueños eróticos de las más diversas índoles. Aunque también se llenan mis horas de fantasía nocturna de absurdos hechos sin sentido y sin recuerdo, como supongo la mayoría de las películas que todos grabamos como autocineastas inconscientes.
Sin embargo, en ocasiones, hay algunas noches que despiertas con un sentimiento raro que se alarga todo el día. Sueños que te descubren algo que ya sospechabas, pero que su revelación onírica te confirma. Normalmente eligen mostrarte aquello que despierto no quieres o no dejas ver.
Y están esos sueños en los que te enamoras de alguien que no existe, alguien que tu propio inconsciente, tras mucho tiempo, ha creado de la nada, con cuerpo, voz y alma. Creación para unas horas. Esos son sueños entre nubes blancas y templadas. En los que maldices al alba por arrancarte de tu propia obra, intentando agarrar el hilo que queda del otro lado. Pero ya es tarde, aunque vuelvas, ya no está allí. Se ha perdido. Anoche tuve uno de esos escasos sueños. Ella se llamaba Jefje. Extraño nombre.
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