Principio del siglo XVII. Imaginen a un artesano trabajando laboriosamente en la construcción de un instrumento un tanto desconocido por entonces. Es un telescopio. Imaginen lo que puede estar pensando mientras le da forma y lo que espera cuando haya terminado. Imaginen un humano inclinando el cuerpo hacia el objetivo, eligiendo un ojo (derecho o izquierdo) por el que asomarse al infinito. Imaginen que es lo que espera encontrar al otro lado del tubo de lentes. El artesano fue Galileo. Y lo que encontró fue el fin de toda certeza.
Muchos filósofos desde la antigua Grecia sugirieron hipótesis sobre los astros. Pero todos veían el sol girar desde oriente a poniente cada día. Desde entonces, el ser humano no tuvo otro anhelo que lograr la verdad, alcanzar por mérito propio descubrir lo que escondía la naturaleza. Cuando lo logró, cuando Galileo miró sorprendido, cambiamos para siempre. Ya no éramos de fiar. Ya nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra razón... nos engañaban cruelmente.
Ahora contratamos a sueldo a miles de científicos y artesanos para que fabriquen y usen instrumentos con los que acorralar los secretos de la naturaleza. Exigimos que nos dicten cada día sus avances destapando la verdad. Aunque ésta no sea estática y se mueva de aquí para allá, cambiando de careta y disfraz constantemente.
Dos pesadillas se repiten cada noche en el sueño de la humanidad: o todo lo que nos rodea, incluso la propia vida, es pura ficción; o, quizás peor, tenemos el concepto de verdad en nuestro interior, pero seremos incapaces de alcanzarla.
El ser humano como niño enfadado se refugia en sí mismo, refunfuñando. Si en nada puedo creer, sí puedo creer en mi limitación. Si dudo, al menos la duda existe. Dubito ergo sum. Vivir, da igual si dentro o fuera de un sueño. Opinar ya no tiene sentido. Desear es el nuevo reino. Para juzgar ya está la ciencia, la cazadora furtiva de verdades en peligro de extinción.
domingo, 26 de febrero de 2012
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