Principio del siglo XVII. Imaginen a un artesano trabajando laboriosamente en la construcción de un instrumento un tanto desconocido por entonces. Es un telescopio. Imaginen lo que puede estar pensando mientras le da forma y lo que espera cuando haya terminado. Imaginen un humano inclinando el cuerpo hacia el objetivo, eligiendo un ojo (derecho o izquierdo) por el que asomarse al infinito. Imaginen que es lo que espera encontrar al otro lado del tubo de lentes. El artesano fue Galileo. Y lo que encontró fue el fin de toda certeza.
Muchos filósofos desde la antigua Grecia sugirieron hipótesis sobre los astros. Pero todos veían el sol girar desde oriente a poniente cada día. Desde entonces, el ser humano no tuvo otro anhelo que lograr la verdad, alcanzar por mérito propio descubrir lo que escondía la naturaleza. Cuando lo logró, cuando Galileo miró sorprendido, cambiamos para siempre. Ya no éramos de fiar. Ya nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra razón... nos engañaban cruelmente.
Ahora contratamos a sueldo a miles de científicos y artesanos para que fabriquen y usen instrumentos con los que acorralar los secretos de la naturaleza. Exigimos que nos dicten cada día sus avances destapando la verdad. Aunque ésta no sea estática y se mueva de aquí para allá, cambiando de careta y disfraz constantemente.
Dos pesadillas se repiten cada noche en el sueño de la humanidad: o todo lo que nos rodea, incluso la propia vida, es pura ficción; o, quizás peor, tenemos el concepto de verdad en nuestro interior, pero seremos incapaces de alcanzarla.
El ser humano como niño enfadado se refugia en sí mismo, refunfuñando. Si en nada puedo creer, sí puedo creer en mi limitación. Si dudo, al menos la duda existe. Dubito ergo sum. Vivir, da igual si dentro o fuera de un sueño. Opinar ya no tiene sentido. Desear es el nuevo reino. Para juzgar ya está la ciencia, la cazadora furtiva de verdades en peligro de extinción.
domingo, 26 de febrero de 2012
domingo, 19 de febrero de 2012
Un cuarto propio
Publicado por
FOLIE
a las
22:48
No es fácil ubicarse en el espacio que ocupamos en el otro.
A veces he tenido que luchar con todas mis fuerzas por hacerlo más grande, más aireado, no tan minúsculo y excluyente. Otras, en cambio, sentía que el espacio que ocupaba era demasiado para mis pretensiones respecto a quien me hacía tal concesión.
Es un sitio curioso, con coordenadas inexistentes pero verídicas, con tiempo y ritmo propio. Un espacio que se transmuta por el capricho de otro ser que lo engalana o lo descuida a su antojo.
Tampoco me es fácil ubicarme en el espacio que ocupo con el otro. Dos personas compartiendo un mismo trozo de planeta, un baile apresurado en una baldosa pequeña, dos individualidades dictatoriales jugando a la democracia.
Siempre había soñado con tener una casita propia, muy cerca o conectada a la casita de mi amante. Fui creciendo y me fui dando cuenta (muy poco a poco, no se crean, sigo siendo algo ilusa) de que era inviable en una realidad de hipotecas eternas y banqueros con dientes de oro. De aquel sueño derivó el que aún mantengo, un cuarto propio dentro de un espacio compartido. Coincidiendo con Virginia Woolf, tengo la necesidad imperiosa de tener un espacio que se llame mío.
No sé cuánto empeño procuramos en tener ambos espacios: el de la realidad física donde podamos hacer y deshacer a nuestro antojo, y el que está en la realidad del otro, donde nuestras actuaciones y sentimientos determinarán la dimensión.
A veces he tenido que luchar con todas mis fuerzas por hacerlo más grande, más aireado, no tan minúsculo y excluyente. Otras, en cambio, sentía que el espacio que ocupaba era demasiado para mis pretensiones respecto a quien me hacía tal concesión.
Es un sitio curioso, con coordenadas inexistentes pero verídicas, con tiempo y ritmo propio. Un espacio que se transmuta por el capricho de otro ser que lo engalana o lo descuida a su antojo.
Tampoco me es fácil ubicarme en el espacio que ocupo con el otro. Dos personas compartiendo un mismo trozo de planeta, un baile apresurado en una baldosa pequeña, dos individualidades dictatoriales jugando a la democracia.
Siempre había soñado con tener una casita propia, muy cerca o conectada a la casita de mi amante. Fui creciendo y me fui dando cuenta (muy poco a poco, no se crean, sigo siendo algo ilusa) de que era inviable en una realidad de hipotecas eternas y banqueros con dientes de oro. De aquel sueño derivó el que aún mantengo, un cuarto propio dentro de un espacio compartido. Coincidiendo con Virginia Woolf, tengo la necesidad imperiosa de tener un espacio que se llame mío.
No sé cuánto empeño procuramos en tener ambos espacios: el de la realidad física donde podamos hacer y deshacer a nuestro antojo, y el que está en la realidad del otro, donde nuestras actuaciones y sentimientos determinarán la dimensión.
jueves, 9 de febrero de 2012
mal común
Publicado por
FOLIE
a las
16:33
la mujer-poema no se permite odiar.
se da cuenta a ratos de que tampoco detecta las agresiones de los demás hacia ella, por lo que va encontrando heridas que andan sueltas por ahí sin nadie que las reclame, ella las acoje y les da techo.
tiene una lupa enorme y censuradora de lo que ella dice o piensa.
y claro, encuentra vampiros idóneos que huelen su sangre. esa sangre que da y da y da, que se entrega entera a cambio de nada, o de menos.
y claro, en medio de tanto dolor, de esa carita de pena que dice cómo puedo recibir esto con todo el amor que di, parece injusto devolverle su mirada en el espejo.
le di un frasquito de odio, en cápsulas para tomar a demanda. no lo usó.
le di puertas y cerrojos para que no permitiera que los zapatos llenos de barro entraran en su casa y le mancharan suelo, paredes y techo. no las usó.
le di vídeos didácticos de cómo el humano expolia a otro humano que percibe más vulnerable. cerró los ojos.
le firmé un permiso para odiar a quien quisiera: a su madre, a su hijo, al amante, al vecino o al rey. se escandalizó, pese a que le aclaré que tengo licencia para prescribir sentimientos prohibidos.
me dice que quiere acabar bien las cosas. le digo que hay guerras en las que no se puede llegar a un acuerdo, en los que nadie gana y ni reina la paz.
la mujer-poema no se permite odiar. como si fuese malo, o ilícito, o loco, o paranormal. como si a ella no le pasara. le digo que disimula mal, me mira con cara de santa.
y por ahí vaga, borrego con piel de borrego, poniendo sus infinitas mejillas a las hostias de los demás con la esperanza de que se la quiera por ello, o pese a ello. en definitiva, que no se la deje de querer.
y a mí, como podrán traslucir, me hierve la sangre con el asunto.
se da cuenta a ratos de que tampoco detecta las agresiones de los demás hacia ella, por lo que va encontrando heridas que andan sueltas por ahí sin nadie que las reclame, ella las acoje y les da techo.
tiene una lupa enorme y censuradora de lo que ella dice o piensa.
y claro, encuentra vampiros idóneos que huelen su sangre. esa sangre que da y da y da, que se entrega entera a cambio de nada, o de menos.
y claro, en medio de tanto dolor, de esa carita de pena que dice cómo puedo recibir esto con todo el amor que di, parece injusto devolverle su mirada en el espejo.
le di un frasquito de odio, en cápsulas para tomar a demanda. no lo usó.
le di puertas y cerrojos para que no permitiera que los zapatos llenos de barro entraran en su casa y le mancharan suelo, paredes y techo. no las usó.
le di vídeos didácticos de cómo el humano expolia a otro humano que percibe más vulnerable. cerró los ojos.
le firmé un permiso para odiar a quien quisiera: a su madre, a su hijo, al amante, al vecino o al rey. se escandalizó, pese a que le aclaré que tengo licencia para prescribir sentimientos prohibidos.
me dice que quiere acabar bien las cosas. le digo que hay guerras en las que no se puede llegar a un acuerdo, en los que nadie gana y ni reina la paz.
la mujer-poema no se permite odiar. como si fuese malo, o ilícito, o loco, o paranormal. como si a ella no le pasara. le digo que disimula mal, me mira con cara de santa.
y por ahí vaga, borrego con piel de borrego, poniendo sus infinitas mejillas a las hostias de los demás con la esperanza de que se la quiera por ello, o pese a ello. en definitiva, que no se la deje de querer.
y a mí, como podrán traslucir, me hierve la sangre con el asunto.
miércoles, 8 de febrero de 2012
Niños hiperactivos
Publicado por
FOLIE
a las
17:45
La Organización Mundial de la Salud nos advierte que estamos tratando a demasiados niños con metilfenidato.
Me explico: en los últimos años hay una nueva moda diagnóstica, una nueva etiqueta, la del "Trastorno por déficit de atención e hiperactividad". Es un cuadro que suele diagnosticarse en la infancia, consiste en una alteración de los mecanismos que regulan la atención, por lo que todos los estímulos que el niño recibe, tanto externos como internos, tendrían la misma intensidad para un cerebro incapaz de priorizar y ordenar señales, con la consecuente falta de concentración, despiste, inatención y dificultades para el desarrollo de tareas que precisen pleno rendimiento de la función ejecutiva. La hiperactividad consistiría en una inquietud motora, mayor impulsividad y un control de los impulsos deficitarios. Eso a grandes rasgos, pues no me interesa ahora describir en detalle el diagnóstico.
Es verdad, hay niños que pueden tener esas alteraciones, pero no son todos, ni tantos ni la mayoría.
Hay niños que se mueven demasiado, o eso dicen. Niños que están en su mundo, o en las nubes, o en la luna de Valencia.
Hay niños que no atienden como los adultos quisieran, se les pone la etiqueta y nadie se plantea si de verdad esos adultos dicen algo tan valioso que merezca atención.
Hay niños que en casa no le han enseñado que hay ciertos límites que no se deben traspasar.
A otros no se les presta atención en casa, porque papá y mamá están muy ocupados discutiendo entre sí, pero nadie dice que esos papás tengan déficit de atención.
A otros nadie los contiene cuando se ponen muy nerviosos, porque papá y mamá también están muy nerviosos, pero nadie dice que ellos tengan hiperactividad.
Niños que viven en dos vidas, con dos casas, dos camas donde dormir, puede que dos mamás y dos papás, que celebran dos comuniones (una con la familia de papá, otra con la de mamá)...
Hay mamás que le cuentan sus frustraciones matrimoniales a sus hijos. Hay papás que se desentienden y no aparecen nunca, ni por el cumpleaños.
Hay niños con abuelos, con tíos, con otros papás que no son de la misma sangre.
Los hay en juicios de papá contra mamá y viceversa, en consultas de médicos, en puntos de encuentro, en centros de acogida, en horfanatos.
Pero es mucho más fácil para los adultos pensar que tienen un defecto genético que les impide estar quietecitos y calladitos y atentos y obedientes. Mucho más fácil no tener nada que ver con ese niño de los demonios que exige más atención por no prestar atención. Nos quedamos (nosotros) más tranquilos si lo que le pasa no tiene nada que ver con lo que hacemos o dejamos de hacer. Es mejor medicarlos, con anfetaminas, y ponerles la etiqueta, y justificarse así ante el maestro y las demás madres en la puerta del colegio, oye, mi niño va mal en el cole porque tiene el TDAH... Y poquito a poco las profecías se cumplen, el Efecto Pigmailión, la baja autoestima, el fracaso escolar...
Pero nos advierten, en nuestro país usamos demasiado el jarabe mágico. En mi ciudad, en los barrios con nivel socio-cultural más bajo, los centros de salud diagnostican y prescriben más, curiosamente (ya pronto dirán para explicar esto que se contagia...). Los laboratorios farmacéuticos facilitan test diagnósticos sensibles pero con una especificidad bajísima, y normalmente se los diagnostica sin haber estado al menos una hora con ellos, viéndolos jugar, dibujar, charlando con ellos. Sin comprobar que quizás haya entornos en los que no tenga síntomas, lo que descartaría el diagnóstico (no puede ser que con la abuela se le quite el defecto genético).
Sálvense todos, las mujeres y los niños primero. Y como siempre, ni las unas ni mucho menos los otros.
Me explico: en los últimos años hay una nueva moda diagnóstica, una nueva etiqueta, la del "Trastorno por déficit de atención e hiperactividad". Es un cuadro que suele diagnosticarse en la infancia, consiste en una alteración de los mecanismos que regulan la atención, por lo que todos los estímulos que el niño recibe, tanto externos como internos, tendrían la misma intensidad para un cerebro incapaz de priorizar y ordenar señales, con la consecuente falta de concentración, despiste, inatención y dificultades para el desarrollo de tareas que precisen pleno rendimiento de la función ejecutiva. La hiperactividad consistiría en una inquietud motora, mayor impulsividad y un control de los impulsos deficitarios. Eso a grandes rasgos, pues no me interesa ahora describir en detalle el diagnóstico.
Es verdad, hay niños que pueden tener esas alteraciones, pero no son todos, ni tantos ni la mayoría.
Hay niños que se mueven demasiado, o eso dicen. Niños que están en su mundo, o en las nubes, o en la luna de Valencia.
Hay niños que no atienden como los adultos quisieran, se les pone la etiqueta y nadie se plantea si de verdad esos adultos dicen algo tan valioso que merezca atención.
Hay niños que en casa no le han enseñado que hay ciertos límites que no se deben traspasar.
A otros no se les presta atención en casa, porque papá y mamá están muy ocupados discutiendo entre sí, pero nadie dice que esos papás tengan déficit de atención.
A otros nadie los contiene cuando se ponen muy nerviosos, porque papá y mamá también están muy nerviosos, pero nadie dice que ellos tengan hiperactividad.
Niños que viven en dos vidas, con dos casas, dos camas donde dormir, puede que dos mamás y dos papás, que celebran dos comuniones (una con la familia de papá, otra con la de mamá)...
Hay mamás que le cuentan sus frustraciones matrimoniales a sus hijos. Hay papás que se desentienden y no aparecen nunca, ni por el cumpleaños.
Hay niños con abuelos, con tíos, con otros papás que no son de la misma sangre.
Los hay en juicios de papá contra mamá y viceversa, en consultas de médicos, en puntos de encuentro, en centros de acogida, en horfanatos.
Pero es mucho más fácil para los adultos pensar que tienen un defecto genético que les impide estar quietecitos y calladitos y atentos y obedientes. Mucho más fácil no tener nada que ver con ese niño de los demonios que exige más atención por no prestar atención. Nos quedamos (nosotros) más tranquilos si lo que le pasa no tiene nada que ver con lo que hacemos o dejamos de hacer. Es mejor medicarlos, con anfetaminas, y ponerles la etiqueta, y justificarse así ante el maestro y las demás madres en la puerta del colegio, oye, mi niño va mal en el cole porque tiene el TDAH... Y poquito a poco las profecías se cumplen, el Efecto Pigmailión, la baja autoestima, el fracaso escolar...
Pero nos advierten, en nuestro país usamos demasiado el jarabe mágico. En mi ciudad, en los barrios con nivel socio-cultural más bajo, los centros de salud diagnostican y prescriben más, curiosamente (ya pronto dirán para explicar esto que se contagia...). Los laboratorios farmacéuticos facilitan test diagnósticos sensibles pero con una especificidad bajísima, y normalmente se los diagnostica sin haber estado al menos una hora con ellos, viéndolos jugar, dibujar, charlando con ellos. Sin comprobar que quizás haya entornos en los que no tenga síntomas, lo que descartaría el diagnóstico (no puede ser que con la abuela se le quite el defecto genético).
Sálvense todos, las mujeres y los niños primero. Y como siempre, ni las unas ni mucho menos los otros.
miércoles, 1 de febrero de 2012
Jefje
Publicado por
nietzsche
a las
23:52
Siempre me llamó la atención el reino del sueño. Cuando era muy pequeño, mi dormitorio tenía un comunicador para llamar a mi madre y aliviar los miedos nocturnos que el tránsito hacia esa otra dimensión me provocaba. Una luz encendida o la compañía de un poderoso adulto eran mi seguro de viaje.
Me recuerdo una noche pensando en lo absurdo del miedo, en que nadie podía haber bajo mi cama. Y aunque estuviera allí, yo no podía pasar una vida entera sin dormir. Desde entonces, casi siempre mis sueños están apartados del temor a cerrar los ojos. No obstante, sigo arrastrando una dificultad por dejarme caer en los párpados cerrados. Soy humano inquieto, temeroso de apagarse por si el encendido pudiera fallar luego. Quizá por eso sufro a veces la parálisis del sueño, la incapacidad de mover mi cuerpo que ya se ha dormido, mientras que la mente, yo, sigo despierto. Un tanto angustioso, pero toda una experiencia cuando eres visitante asiduo de este nivel intermedio, el entreacto entre vigilia y sueño, como ascensor parado entre dos plantas.
Pero en general las pesadillas ya no son mi compañía nocturna. Mi espíritu divaga con experiencias más placenteras. Soy habitual de sueños eróticos de las más diversas índoles. Aunque también se llenan mis horas de fantasía nocturna de absurdos hechos sin sentido y sin recuerdo, como supongo la mayoría de las películas que todos grabamos como autocineastas inconscientes.
Sin embargo, en ocasiones, hay algunas noches que despiertas con un sentimiento raro que se alarga todo el día. Sueños que te descubren algo que ya sospechabas, pero que su revelación onírica te confirma. Normalmente eligen mostrarte aquello que despierto no quieres o no dejas ver.
Y están esos sueños en los que te enamoras de alguien que no existe, alguien que tu propio inconsciente, tras mucho tiempo, ha creado de la nada, con cuerpo, voz y alma. Creación para unas horas. Esos son sueños entre nubes blancas y templadas. En los que maldices al alba por arrancarte de tu propia obra, intentando agarrar el hilo que queda del otro lado. Pero ya es tarde, aunque vuelvas, ya no está allí. Se ha perdido. Anoche tuve uno de esos escasos sueños. Ella se llamaba Jefje. Extraño nombre.
Me recuerdo una noche pensando en lo absurdo del miedo, en que nadie podía haber bajo mi cama. Y aunque estuviera allí, yo no podía pasar una vida entera sin dormir. Desde entonces, casi siempre mis sueños están apartados del temor a cerrar los ojos. No obstante, sigo arrastrando una dificultad por dejarme caer en los párpados cerrados. Soy humano inquieto, temeroso de apagarse por si el encendido pudiera fallar luego. Quizá por eso sufro a veces la parálisis del sueño, la incapacidad de mover mi cuerpo que ya se ha dormido, mientras que la mente, yo, sigo despierto. Un tanto angustioso, pero toda una experiencia cuando eres visitante asiduo de este nivel intermedio, el entreacto entre vigilia y sueño, como ascensor parado entre dos plantas.
Pero en general las pesadillas ya no son mi compañía nocturna. Mi espíritu divaga con experiencias más placenteras. Soy habitual de sueños eróticos de las más diversas índoles. Aunque también se llenan mis horas de fantasía nocturna de absurdos hechos sin sentido y sin recuerdo, como supongo la mayoría de las películas que todos grabamos como autocineastas inconscientes.
Sin embargo, en ocasiones, hay algunas noches que despiertas con un sentimiento raro que se alarga todo el día. Sueños que te descubren algo que ya sospechabas, pero que su revelación onírica te confirma. Normalmente eligen mostrarte aquello que despierto no quieres o no dejas ver.
Y están esos sueños en los que te enamoras de alguien que no existe, alguien que tu propio inconsciente, tras mucho tiempo, ha creado de la nada, con cuerpo, voz y alma. Creación para unas horas. Esos son sueños entre nubes blancas y templadas. En los que maldices al alba por arrancarte de tu propia obra, intentando agarrar el hilo que queda del otro lado. Pero ya es tarde, aunque vuelvas, ya no está allí. Se ha perdido. Anoche tuve uno de esos escasos sueños. Ella se llamaba Jefje. Extraño nombre.
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