Los rincones a descubrir por las calles de la ciudad cada vez son menos al pasar de los meses y los años. Cualquier humano interesante es exprimido en un puñado de profundas conversaciones. En el amor, a pesar de todo, tras unos años, el estómago deja de encogerse al roce de la piel. Las curvas de tu cuerpo, asesino de razones, se quedan en placeres mecánicos tras por ellas haber derrapado. El supremo manjar es nada como almuerzo rutinario. La belleza desde cualquier cumbre apenas agita el corazón unos segundos, un minuto tal vez.
Cuando encuentras algún viejo conocido al que hace tiempo no ves, se conversa sobre todos los cambios, todas las novedades que pueblan ahora nuestro camino. Pero lo que permanece es obviado, es considerado no-vida, no digno de mención. Nuestra religión es lo nuevo. Y somos tan fieles a ella que no soportamos la rutina de establecernos porque sería dejar de vivir. No aceptamos un futuro escrito. El miedo nos paraliza si vislumbramos dónde o con quién estaremos de aquí a dos lustros.
Cuando cada ciertos meses vuelvo al pequeño pueblo donde crecí, siento como el tiempo puede pasar sin que nada cambie. Me pregunto como toda esta gente puede vivir resignándose a la rutina de días iguales. Siendo, en parte, herejes de lo nuevo. Y a la vez que te niegas a vivir así, también hay algo de ti que siente cierta envidia por ese vivir sencillo.
Tal vez las cosas nunca cambian. Tal vez sólo nosotros seamos quienes cambiamos.
sábado, 13 de agosto de 2011
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Nos movemos tan deprisa... Y a veces, marea.
ResponderEliminar¡Muás!