domingo, 4 de julio de 2010

Copito de nieve (al microscopio)

Existen unos besos de Cortázar que dicen:

No me des tregua, no me perdones nunca.
Hostígame en la sangre,
que cada cosa cruel sea tú que vuelves.
¡No me dejes dormir, no me des paz!
Entonces ganaré mi reino,
naceré lentamente.
No me pierdas como una música fácil,
no seas caricia ni guante;
tálame como un sílex, desespérame.
Guarda tu amor humano, tu sonrisa, tu pelo. Dálos.
Ven a mí con tu cólera seca de fósforos y escamas.
Grita. Vomítame arena en la boca, rómpeme las fauces.
No me importa ignorarte en pleno día,
saber que juegas cara al sol y al hombre.
Compártelo.


Yo te pido la cruel ceremonia del tajo,
lo que nadie te pide: las espinas
hasta el hueso. Arráncame esta cara infame,
oblígame a gritar al fin mi verdadero nombre.

Tengo un amante lejano.
Etéreo y deletéreo.
Le escribo frases que nunca tienen respuesta. Le escribo por ejemplo que me siento como una niña con la que alguien juega a tirar del palito de la piruleta justo cuando saboreaba el caramelo inundándole la boca. Una y otra vez.

Mi amante habita los grados bajo cero. Él nunca leerá esto, serán más frases sin respuestas.

Quizás mi condición dionsíaca sea la responsable de desollar la cáscara que cubre mis deseos y, despojados éstos de protección alguna, lanzarlos envueltos en fuego para que lleguen e incendien. Abrasándolo.

No tengo miedo a la desilusión de no querernos. Tengo pánico a perderte o perderme sin haberme vaciado de tanto deseo efervescente.

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