En 1900 la esperanza de vida al nacer de un ser humano no llegaba a los 40 años. Actualmente, en países como Sierra Leona o Angola, aún se mantine. Incluso baja a los 33 en otros como Botswana. En la antigua Roma y la Grecia clásica, 28 años. Estos datos sólo indican que lo extraño es nuestra época. Y explican por qué, antes de cumplir los 30, ya nos hemos sentido viejos en muchas ocasiones.
Ocupados en el vivir de un tiempo que se esfuma entre trabajo y consumo. Entre televisión y alcohol. Y, en el mejor de los casos... entre amores.
Pero al menos, una vez cada dos semanas, durante unos minutos, a veces en el coche, a veces asomado a un balcón, otras caminando, otras tumbado en la cama, quizás en la ducha, o con una cerveza en la mano, un rayo de luz pasa por tu cabeza y te recuerda que no entiendes un puto carajo de todo lo que te rodea. No sabes lo que eres.
Te ves conviviendo entre problemas que llegas a priorizar. Desde tu próxima tarea en el trabajo, pasando por tus planes de vida, y llegando a todos los grandes conflictos que el caos de tanto humano junto provoca. Y si desde una escuadra del marco de la ventana consigues acertar a ver la luna... el infinito espacio tiempo te devuelve a la suprarealidad del sin-sentido de esto. Del juego de niños chicos en el que nos entrenemos para gastar nuestra esperanza de vida.
Tampoco es que haya opción mejor. A no ser que dejemos de jugar de forma prematura. Pero hay que superar muchos instintos, emociones, miedos para llegar a ese punto. Está un nivel por encima.
Pero hoy me pregunto, quizás si lo normal fuese que mi vida no se alargara más allá de los 30, igual estas ideas ni rondarían en mi cabeza. ¿Somos un error genético? ¿Dónde estaremos dentro de un millón de años? ¿Tiene futuro una vida consciente de sí misma que no entiende nada?
sábado, 5 de junio de 2010
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