Cuentan que en los inicios de nuestra historia se opinaba que en los laboratorios deberían estar los más inteligentes; en las fábricas, los más ecológicos; en los hospitales, los más sensibles; en los gobiernos, los más sinceros; en los tribunales, los más justos; en las arcas, los más solidarios. Dicen que los maestros debían ser los mejores de la sociedad, y que ser padre o madre era la tarea más difícil. Los filósofos escribían las leyes. Los que todos admiraban eran los más sabios, a quienes se quería por amigos.
Más tarde alguién opinó que todo esto estaba mal, y que todos deberíamos poder acceder a cualquier cargo de la sociedad. La idea gustó, pero como había pocos cargos para tantos ciudadanos, inventaron las oposiciones, para filtrar según la memoria al leer, y las elecciones, para filtrar según el carisma al hablar. El sistema funcionó. La sociedad comenzó a admirar a los más guapos y carismáticos, sus nuevos amigos, olvidándose ya de los sabios. El maestro empezó a ser un cargo mal pagado. Y los padres y madres no se preguntaron si serían capaces de tener hijos, simplemente los tenían.
Pasado un tiempo, alguien alarmado protestó porque esta terrible sociedad no se daba cuenta que lo más importante, antes que la igualdad o la justicia, era la amistad y el amor. Su idea caló oculta entre el pueblo, y aunque no se cambió el sistema, todo el mundo sabía que podía llegar a cualquier sitio teniendo los suficientes amigos. Dignos de admiración eran aquellos que compartían amistad con más personas, independientemente de cómo fuera cada uno de sus amigos, lo importante era el nexo, no el por qué del amor. Incluso algunas redes sociales construidas en un invento moderno llamado internet, permitieron a sus miembros competir y presumir de su número de amigos.
lunes, 12 de abril de 2010
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